Sabor a Chuao

No andaba en busca del mejor chocolate del mundo cuando el papelito cayó al piso. Tenía anotada una dirección: «San Gervasio 29, La Rotta». Al instante fui teletransportado hacia una carretera italiana una tarde de mayo, y aún más allá, hasta un valle venezolano marítimo e inusualmente verde. Dos paisajes fundidos en una tableta de chocolate cuya envoltura lleva escrita una palabra: “Chuao”.

La tableta de «Chuao» aparece y desaparece, como una ilusión. Hace algún tiempo una mensajera de paso por Italia confirmó que estaban agotadas en los alimentari donde alcanzó a preguntar. La última vez que visité la megatienda Amazon.com, no tenía existencias ni fecha de reposición. Busco motivos para la escasez.

Y los hay. El cacao venezolano de Chuao ya es tan famoso, que no alcanza para cubrir la demanda. Por otra parte se ha gestado una leyenda moderna, alimentada allá y acullá, según la cual esta barra italiana fabricada por Amedei con ese cacao es la mejor barra de chocolate fundida en el planeta.

Esta tarde, mientras un sol de estío tardío, o de hastío temprano, invade la oficina, busco bajo las carpetas de un archivador. Encuentro la llave de repuesto de casa, un billete de 20 (falso), y un pequeño tesoro, una barra de chocolate “Chuao” escondida allí hace algún tiempo.

Dice: ‘Cioccolato fondente / Bitter chocolate / Extra 70%’. Extraigo el rectángulo tan perfectamente envuelto en papel dorado que parece un lingote de oro, lo desdoblo hasta encontrar la tableta de un marrón oscuro y opaco, que sugiere intensidad y untuosidad. Corto uno de los 10 cuadraditos. Al principio es apenas un pedazo de chocolate, pero en segundos comienzan a aparecer los matices, sensaciones complejas, esa clara turbiedad de los descubrimientos. El amargo, las frutas innombrables, y luego lo que ha sido descrito como un ‘grand finale’, un estallido.

Es persistente y trae consigo evocaciones. Olores, visiones.

Parece un viaje.

***

Confundo dos viajes, o tres. En todo caso el primer recuerdo es el de lanchón de madera, del peñero de colores que surcaba la superficie de un Caribe azul, a veces picado, a veces con olas largas, falsamente mansas. Regresa la imagen de una ocasión en la cual comenzaron a sonar tambores en medio del mar, y al voltear vimos que provenían de otra embarcación: eran los niños de Chuao que regresaban y le daban duro a todo lo que tenían a su alcance. Al final del viaje desembocamos en una bahía ancha y despoblada salvo por un comedero en un costado. Y al fondo una pared verde: el monte.

La bahía de Chuao. El agua era clara y la arena se escurría entre los dedos. Después de un baño comenzamos a caminar hacia el pueblo (pero, ya lo dije, confundo viajes). En estos lugares del Caribe los cambios son drásticos. En un momento estás en una playa azotada por el sol y el viento, y unos metros más allá te hundes en la penumbra de un bosque donde la brisa fresca te pone la carne de gallina.

Recuerdo ese camino, las luces y sombras, el olor de las hojas y los troncos, los sonidos inusuales que provenían de la espesura. Imagino, porque tal vez no fue así, una suave brisa. Fueron 4 o 5 kilómetros rodeados por el monte, una selva espesa para nosotros.

El secreto de Chuao es que está aislado. Sólo puede llegarse en lancha, o a través de un sendero sólo apto para iniciados. No hay carreteras y los vehículos que llegan hasta allá, para recorrer el camino entre la playa y el pueblo, son llevados encima de plataformas, en los mismos peñeros. Para llegar hasta allí salimos de Caracas a Maracay (105 km), de allí a través de una estrecha carretera de montaña por el partque Henry Pittier hasta el pueblo de Choroní, en la costa caribeña, luego la lancha hasta la bahía de Chuao y finalmente el camino, a pié.

Caminamos detrás de una niña que nos contó de la vida en el pueblo, de las misteriosas ruinas de Mamey en medio de la selva, de las culebras, del pescado frito, del río y de la mata de cacao. En un momento recogió una baya del suelo y explicó que las de las matas no se podían sacar pues la cooperativa lo tenía prohibido.La abrió en dos y apareció la fruta del cacao de Chuao, blanca al estilo de una guanábana. La pulpa era fresca. Escupíamos las semillas. Hacía calor.

Del pueblo me vienen a la memoria la plaza donde secan el cacao, la iglesia, viejas maquinarias agrícolas, señoras que venden pescado frito con tostones de plátano verde, casitas de concreto, muchas birras (polarcitas), un camponato de bolas criollas, y un río de agua fresquísima donde nos bañamos por la tarde.

Chuao es símbolo de cacao. Se cultiva allí hace 400 años. Y se dice con mucha frecuencia que es el mejor cacao del mundo. En Venezuela esto es vox populi. Pero no basta con un buen cacao para producir un buen chocolate. Hay una distancia entre una cosa y la otra. Una distancia quizás tan grande como la que puede existir entre Caracas y Florencia.

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En esos tiempos escuchábamos Bill Evans y buscábamos refugio en el chocolate de 70%. Una tarde cualquiera pateando la existencia a un costado del Duomo de Florencia se materializó una tienda de delicatessen y vinos, la Enoteca Alessi. Apenas entré supe que había encontrado algo nuevo, algo de Venezuela, de un país cuyos recuerdos compartidos o no inundaban aquellos días. En un estante podía divisarse perfectamente la tableta «Chuao» de la casa Amedei.

Tan pronto como la abrías el aroma, el color sugería que se trataba de algo especial. Unas búsquedas en Google confirmaron que se trataba de una barra búscada por los conocedores del mundo de las tabletas de chocolate amargo, o del 70%, un sector que desde entonces ha crecido de manera impresionante.

¿Cómo fue posible hacer la tableta de «Chuao»? Los hermanos Alessio y Cecilia Tessieri son los responsables de Amedei. Cuenta la historia que en un principio quisieron trabajar con la francesa Valhorna, una potencia en los chocolates de alcurnia, que compraba el cacao de Chuao hace años, pero fueron despreciados, en medio de dudas de que hubiera futuro para el buen chocolate en Italia.

La respuesta, casi una vendetta, llegó por dos lados: Cecilia se dedicó a fabricar estos chocolates maravillosos que además tienen la particularidad de no contener lecitina, que es un emulsionante usado en esta industria. Su hermano, partió en busca del mejor cacao y llegó a las costas de Venezuela.

Tessieri consiguió dos gemas. Una de ellas el rarísimo Porcelana Criollo, del sur del Lago de Maracaibo, con el cual fabrican una tableta de ese nombre numerada a mano. Y en Chuao logró un acuerdo con la cooperativa campesina que ya existía allí para pagar precios mucho más altos que competidores como Valhorna. Hasta hace poco tiempo, todo el cacao de Chuao era vendido a Amedei en exclusividad.

Es un cacao con denominación de origen, de la variedad Criollo, considerada como la más sugerente. La producción es limitada, ni hablar de competir con las grandes plantaciones africanas de la variedad Forastero.

En el sitio de la UNESCO, aparece el texto de una propuesta para declarar a la Plantación Chuao como patrimonio de la humanidad. La cooperativa está compuesta por 40 socios, dice, que trabajan sobre un área de unas 200 hectáreas.

En el aeropuerto de Florencia, ciudad tan patrimonial, los chocolates son vendidos al estilo de una boutique. Este no es un dulce. Es una experiencia, como si volvieramos al origen del cacao: Theobroma, el alimento de los dioses. Una barra de «Chuao» de 50 gramos vale unos 8 euros.

***

El automóvil partió de Florencia para un viaje de una media hora en dirección a Pisa, hasta una ciudad industrial llamada Pontedera. Es el lugar donde se fabrican las Vespas italianas. Y es el punto de partida para llegar hasta la dirección anotada en el papel: «San Gervasio 29, La Rotta».

Los Tessieri ese día no podían recibir, pero teníamos la dirección para ir a ver el lugar, al menos. Hay que salir de Pontedera y dejar atrás sus industrias, antes de desmbocar en una carretera toscana de campo, de esas que sugieren viñedos y cultivos. Una campiña pop.

No hay que andar demasiado antes de ver el edificio. En los alrededores hay un viñedo, el patio está sembrado de árboles. Es un viejo caseron convertido en fábrica de chocolates. Por fuera, está pintado con un mural de las frutas de cacao.

Es allí, en esa colina italiana donde termina el largo viaje desde la plantación de Chuao.

En esa ocasión, pese a que no se pudo visitar la fábrica, la búsqueda tuvo una recompensa. En Pontedera hay un bar llamado La Bottega dell Caffe, situado en la calle principal. Un boulevard por donde esa tarde paseaban las familias y algunos se entretenían en los apperitivi.

La Bottega es un café elegante que tiene esta particularidad: cuando entras, huele a chocolates. Y de hecho, están por todas partes. Entre ellos reinan los de Amedei y, por supuesto, la tableta llamada «Chuao».

De esa Bottega provino la tableta que tengo ahora en mis manos.

Corto un segundo cuadradito, lo dejo irse en la boca. El final se queda, quieto.

Está lleno de recuerdos.

*
Luis Córdova.

2 Comments

    • Marco, me temo que tendrás que buscar en internet. Y si lo consigues, averiguar si te lo pueden mandar por courier a Brasil. Así los costos aumentan, y se parece más y más al caviar!! Lo otro es que agarres tu bici y te vayas a la Toscana italiana!

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