Pulpos en mi mente

Después de pasear la mirada por noticias de conflagraciones, histerias bursátiles y telenovelas de moda, mis pensamientos fueron invadidos por la imagen de un animal con ocho tentáculos que nadaba hacia mí desde The New York Times. Hay días así, comienzan cefalópodamente, inspirados en las profundidades del mar, llenos de reflexiones sobre lo misteriosa que es la cocina del pulpo.

El diario estadounidense contenía una receta de pulpo a la gallega. En este caso, parecía decir: es simple, aunque sea algo tan asqueroso para ustedes como un pulpo. Pero eso no era todo, pues al lado en el mismo sitio web había otra nota, de un columnista que buscaba explicar, científicamente, como ablandar un pulpo.

El pulpo es sobresaliente. Eso lo saben todos aquellos que ven documentales. Hace poco tuve la oportunidad de ver uno sobre sus artes de camuflaje, sobre la tinta, sobre la forma tan extremadamente elegante con que se mueven, y sobre su inteligencia, algo que está muy de moda ahora pues incluso se dice que van de segundos entre los animales del planeta. Hay un documental de Netflix que es conmovedor sobre la relación que entabla un buzo con una pulpo.

El pulpo como alimento también es respetable y admirable, y se consume desde la antigüedad. No es fácil de cocinar. Es ingrediente de una cocina que parece sencilla, pero no lo es. Esto lo saben quienes hayan pasado por una pulpería de Galicia. Allí el pulpo a la gallega es tan bueno, es popular, es simple. Pero casi en ninguna parte del mundo pueden alcanzar ese mismo nivel.

La receta del diario, en cambio, va por otro lado. Pone a cocer el pulpo sin cabeza y por más de una hora, le poda los tentáculos para que no se vea tan feo.

Cerré los ojos y recordé una incursión a la pulpería O’Fiuza, no muy lejos del faro de Hércules, donde el pulpo a la gallega se acaba temprano. Un gentío comiendo con mondadientes. O aquella vez en un sitio de Follonica, en Toscana, donde eran menores de tamaño y estaban guisados en su propio jugo, con un toque de vinagre.

Las más recientes aventuras relacionadas con el consumo de este molusco cefalópodo, que por cierto es carnívoro, y al que por cierto se comen los humanos, que son omnívoros, y muchos otros bichos marinos, fueron en Lima, en especial el pulpo a la brasa del Cala, junto al mar, y del Costanera 700, la casa de Humberto Sato.

Conocí las bondades del pulpo antes de saber nada de cocina, en los restaurantes gallegos de Caracas que visitaba con mi padre. Fue una suerte que fuera allí, porque es una ciudad donde las tascas españolas y portuguesas han tenido alto nivel.

Luego me interné en la cocina. En mi caso, para el pulpo a la gallega siempre he seguido las instrucciones de un pescadero español quien me dijo: cuando está hirviendo el agua agarras el pulpo por la cabeza con un tenedor y lo sumerges una, dos y tres veces, entonces lo dejas hervir 20 minutos y luego lo dejas reposando otros 20. Si hablamos de uno de 1 kilo a 1,5 kilos, nunca ha fallado esta recomendación.

Casi al final se agregan las patatas, luego se pica todo con una tijera, cabeza incluída, en mi opinión, se le hecha un chorro de aceite de oliva, sal marina gruesa y paprika, en ese orden, aunque no parezca. Se sirve tibio.

Ahora, también es cierto que hay miles de recetas de pulpo a la gallega, y no vale ni la pena discutir por ello. Pero donde vivo ahora nunca lo como, porque lo cortan casi como “carpacho”, todo ordenadito y muy ‘punky punky’. Le quitan todo el hiperrealismo.

Hay otras formas de hacerlo, por supuesto. Un amigo de Florencia lanza pulpos más pequeños en la olla, suelta un buen chorro de oliva e ingredientes que no recuerdo (a veces es lo que haya), los rehoga brevemente y luego los va cocinando en su jugo. Los pincha para saber cuando están blandos, luego los corta con tijeras. 

El pulpo a la brasa se hace cociéndolo hasta que esté tierno, pero siempre con esa ternura dura que distingue un cefalópodo bien cocinado de uno masacrado, luego se coloca brevemente a la parrilla para darle color y puede ir aderezado con aceite de oliva crudo, sal gruesa y romero.

De regreso al NYTimes, era más interesante el artículo del cocinero científico sobre cómo ablandar un pulpo. Recuerda que el método tradicional, y muchas veces visto, era el de caerle a golpes, a veces contra una roca inmediatamente después de capturarlo. Otros lo congelan, pues así se vencerían la fibras. Remojo en sal, vinagre, uso de un corcho flotando, también aparecen por ahí como alternativas o supersticiones.

Este curioso que escribe la columna, que parece saber mucho de ciencia, encarga pulpos vivos de Tokio, y se consume una gran cantidad de kilos haciendo pruebas. Tengo dudas de que todo ese material haya sido aprovechado por sus colegas del diario, aunque fuera para una ensaladilla.

Recuerda que el pulpo no tiene huesos, que sus tentáculos son extremadamente elegantes y que algunos científicos especialistas en robótica se refieren a ellos como ‘manipuladores hiperredundantes’. Lo que provoca la dureza es la abundancia de tejido conector, que suple la carencia de esqueleto.

Tal vez uno de estos días descubrirán que los pulpos hablan. Pero hay algo que no se suele comentar: tienen una mirada poderosa.

Mientras tanto la fantasía continua. Los extraterrestres de la película de ciencia ficción “La llegada” (Arrival), evocaban inequívocamente a los pulpos. ¿Será que los extraterrestres podrían tener esa silueta?

Son tan inusuales que generan también miedos. Como sucede con los monstruos marinos encarnados en pulpos gigantes, los ‘kraken’, que devoran a los marinos. A veces, siento que tengo mi propio kraken nadando en el pecho, agarrando lo que pueda o lo que quede. Para combatirlo, también cocino.


Texto de Luis Córdova

Original de 2008, editado. La película mencionada es de 2016.

Foto: dibujo de Ramón de la Safgra de un Octopus Vulgaris, en la colección digital de The New York Public Library.


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