Noche de pesto

Para tener una noche de pesto decidí recurrir a una licuadora último modelo con promesas de altas revoluciones. Ya tenía listas hojas de albahaca, piñones mediterráneos, ajos y un estupendo aceite de oliva. Giré la perilla al máximo de la potencia… ¿y qué pasó? Pues no paso nada.

Las hojas de albahaca ni se inmutaron, permanecieron quietas, basílicamente, ni siquiera el aceite se movió. Las cuchillas de la licuadora, se supone que a más de 700 revoluciones, no cortaban, ni batían y mucho menos pestaban.

No me agarró por sorpresa. La verdad es que nunca había tenido una licuadora capaz de hacer el pesto sin que fuera necesario algo de ingenio. 

Ahora es necesario explicar la teoría de este pesto. Vino de Roma con amor, en honor a las palabras bifrontes. En este caso se usa la licuadora porque el arte de pestar, que tradicionalmente consiste en aplastar la mezcla en un mortero, no produce la misma sustancia cremosa de un verde intenso que buscamos algunos contemporáneos, ni la misma cantidad de salsa (por ejemplo si se busca guardarlo en la nevera para después), y la verdad requiere tiempo y mucha técnica.

En ocasiones he tratado ese pesto de albahaca pestado de manera tradicional, incluso usando un mortero de mármol que compré en una carretera de Liguria que se supone son hechos para la versión genovesa, verde, habitualmente asociada con la palabra pesto (que significa simplemente aplastar) en trattorias de diversas latitudes. Un verdadero peso pesado, un objeto hermoso sin dudas. Con buenos resultados, si, pero diferente. El verde resultante es profundo en aromas, pero no es invasivo, le falta una cierta viscosidad. 

Vamos entonces a donde estábamos, es decir a la licuadora: se lavan las hojas de albahaca o basílico, sin tallos, y luego se secan, se coloca una buena cantidad de hojas en la licuadora, incluso se llena sin apretarlas, y luego una cantidad muchísimo más pequeña de piñones, tal vez una cucharada, y aún un poco menos de ajo, al cual recomiendo retirarle la vena central para evitar malas memorias, y algo de sal marina. Un chorro de aceite de oliva de buena calidad. Y a darle vueltas a ese motor. 

Ahora bien, si no se mueven las hojas, hay que comenzar a ayudar la mezcla con un palito (licuadora apagada por favor) hasta que las cuchillas comiencen a agarrarlas. Cuando empieza a gestarse un poco de crema verde, el camino suele estar allanado para colocar más hojas e ingredientes.

Pero esa noche nada parecía funcionar. Faltaba que le saliera humo a la licuadora. A veces crees que si las hojas no se dan cuenta y le das al motor de repente se dejarán atrapar, pero nada. En la desesperación, pues ya estábamos a punto de colocar los linguini, tuvimos que recurrir a un truco inconfesable: le pusimos un poco de agua. Los puristas genoveses me deben estar denigrando.

No fue mala idea. El destino de esa salsa verde, fuera de la cena de aquella noche, eran unos frasquitos que van directo al congelador, así que un pichirrín de agua ni se notaría y no afectaría la conservación. Finalmente hubo un resultado, verde como el rayo verde.

Cuando se cuelan los linguini o spaghettis, hay que reservar una taza de agua de la cocción. Sirve para ayudar a esparcir el verde cuando lo estas revolviendo con la pasta en una fuente, se agrega poco a poco según sea necesario, sin aguar la mezcla (hay quienes ayudan la cremosidad con una papa rallada o picada que se echa al agua junto con la pasta). Tres cucharadas o cuatro de este pesto bastan para un paquete de 500g de pasta, pues está concentrado. El resultado debe ser equilibrado y muy verde. Un profundo sabor a albahaca, los piñones como música de fondo imprescindible pero apenas audible, el ajo justo, el aceite. 

Luego está el queso. Con frecuencia, los hacedores de pesto a la manera tradicional le agregan de una vez queso en el mortero, pero en esta fórmula no es así. Más bien al mezclar la pasta se agrega uno de esos quesos poderosos que rayan los italianos (parmesano, pecorino), ojalá uno original. No sé muy bien de proporciones, recomiendo practicar.

Otra cosa importante… Los pequeñísimos piñones, ‘i pinoli’, son esenciales. Hay quienes los reemplazan con nueces u otros frutos secos pero no sale igual. El problema es que estos pinoli son escasos y muy caros por nuestros lados sudamericanos. Un día en el sur de Chile al borde de un río seco visitamos el único pino de la variedad del mediterráneo que produce los pinoli que había en kilómetros a la redonda, y nos dedicamos a la tarea de extraer los piñoncitos de los pétalos de las piñas secas, con disculpas por las cacofonías y las imprecisiones botánicas. Bueno, es toda una labor. Los dedos quedan agarrotados y pegajosos por la melaza. Y cuando miras el frasquito, sólo juntaste una cantidad risible. Pero suficiente para confirmar que vale la pena invertir en comprarlos. Quienes no los encuentren en el super o en el delicatessen de confianza, busquen en una tienda de productos para la cocina libanesa o similar.

Bueno, hay noches y noches, y hacía mucho que no preparaba un pesto. Este quedó muy suave de ajo, le faltaba ese picantico tan especial. Pero, la salsa ya preparada no fue difícil de corregir en la licuadora. 

Después de cenar el freezer albergaba media docena de frasquitos verdes que resuelven de manera rápida y más que honorable ocasiones especiales y no tanto. Basta calentarlos a baño maría hasta que el contenido se descongele para mezclarlos con la pasta y el queso. Esa noche esperaba que el pesto durase buena parte del invierno austral que, aparentemente, ya comenzaba.

Quedaba una duda en el aire, no sabía qué hacer con mi licuadora. Pensé mandar a sacarle filo a las cuchillas. O en donarla a la beneficencia. 

N.de la Edición: poco después adopté la batidora eléctrica de esas que llaman “minipimer”, y la producción de pesto en fresquitos se simplificó radicalmente.


Texto de Luis Córdova

Original de 2009, editado años después. 


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