Primero fue el verde de las colinas, luego el olor y el furor y la falsa oscuridad de una lluvia de mediatarde. Las evocaciones de como se comporta la naturaleza en las regiones tropicales me asediaban desde la llegada a San José para unos días de trabajo. Lo mejor llegó con una empanada en el mercado central y un viejo bar que parecía un recuerdo desenterrado.
Pequeñas memorias que ayudan a escapar de los grandes hoteles donde se hacen las conferencias. Hacía 20 años no pasaba por Sean José y sentía como si la ciudad de antaño se hubiera evaporado en suburbios que parecían importados. Entonces, durante un receso de trabajo, un taxi me dejó en el centro, y 200 metros después topé con el mercado central. Llovía, y como ahora vivo en una ciudad donde nunca llueve, el escenario me parecía perfecto.
El tiempo había pasado más lentamente por los pasillos donde están las cocinerías especializadas en gallos pintos, frijoles, carne a la olla, picadillos y otras cosas por el estilo. Antaño me gustaba desayunar en este lugar, en platos con tanta variedad de comidas juntas y revueltas que no han inventado la palabra para describirlos. Bueno, era una experiencia, más que un manjar.
Entré por un pasillo sin rumbo ni hambre. Pero me detuvo un kiosco de empanadas. Son empanadas que llamaría caribeñas, que me recordaron otros días de lluvia, en otras tardes, en otro país de una latitud similar. Se hacen con harina de maiz y se fríen. Por fuera tienen una apariencia dorada.
No resistí una empanada con un café negro. Estaba rellena con guiso de carne esmechada (o deshilachada), crocante por fuera, grasosita. Empanada de mercado. Había otras pero, y ahora me arrepiento, no fui lo suficientemente audaz ni capaz esa tarde para ir por una rellena de frijoles negros u otra de guiso de papa. Bueno, quien sabe cuando volveré por ese kiosco.
Empanada, café y lluvia.
La caminata continuó centro adentro. En 1987 estuve trabajando algunas semanas en la central de una agencia de noticias en San José, y recordaba que cerca de allí había un tugurio donde uno podía ir a cualquier hora del día o la noche a comer un sandwich cubano. Aquí si se notaba el paso del tiempo, la calle ahora estaba llena de casinos, de chicas en minifalda, y de grupos de hombres que, a simple vista, parecían norteamericanos. El sentido de orientación funcionó, encontré la oficina ya convertida en otra cosa, y a dos o tres cuadras de allí el viejo bar.
Se trata de un sitio que muchos conocen, pero sólo quienes aún merodean por el centro frecuentan: el Bar Chelles. Al llegar, parece el mismo. Es decir, el mismo lugar pero con 20 años más. Sillas rojas y mesas de fórmica, de esas que parecen invencibles. La clientela es ecléctica, pero tienes la sensación de que le pertenece a ese lugar. Desde un parlante lejano, Roberto Carlos canta «Tu llegaste a mí…». Un taxista me contó después que pese al aspecto añoso, el Bar había sido renovado pocos años antes tras un incendio.
Una cerveza fría es mandatoria en el Bar Chelles. Recuerdo algunas incursiones nocturnas en el San José de entonces, que solían terminar allí. Surge un recuerdo: fue en una mesa del Chelles donde entreviste una poetisa que me habló de Puerto Limón. En ese entonces había un tren al puerto, así que lo tomé uno de esos sábados. Parecía otro país, al menos en 1987. Allí estaban el bar La Raza, y una discoteca llamada Estudio 59 (¿o era 54, o 69?), donde los limoneros se mecían al ritmo del reggae como árboles en el viento.
Zuass. Un movimiento me sacó abruptamente de las metáforas enclenques. Mi mirada perdida se encuentra con un pequeño ser que caminaba raudo entre medio de la vitrina donde se exponían, apretados, los sandwiches cubanos. Wow.
El último día en San José fue el de las escapadas. Cuando circulas por la ciudad tienes dificultad en ver lugares que te llamen a entrar. De los que aparecen ante la vista en este viaje, nada costarricense, más bien mucha carne, algún peruano. Pero como ocurre en muchas ciudades, aquí también hay que entregarse a los guías locales.
«La opción B es que te llevemos a una cantina bastante popular a tomar unas aguiluchas y a por unas bocas ticas, no sé si te gustará». Nos fuimos por la opción B a la cantina Rincón Poblano, ubicada en un lugar al cual de ninguna manera podría llegar por casualidad ni volver solo. Las aguiluchas son botellas de cerveza Imperial al borde del congelamiento.
Las bocas, en el pasado, eran pequeñísimas raciones, en ocasiones bastante ingeniosas, que solían colocar al lado de las birras en los bares costarricenses. Parecidas a las tapas, pero tenían un inconfundible acento tico. Me cuentan que eso ahora casi no se practica, y las bocas son raciones de comida que se piden y se pagan, como en la cantina donde estábamos sentados, con un mesero ‘pura vida’, mientras el local se llenaba de gente y ruido a medida que caía la noche.
Debo destacar una cosa: «chifrijo». En el fondo colocan una capa de pequeños chicharrones de cerdo mezclados con frijoles. Encima, una ensaladilla de tomate con cebolla, el típico ‘pico de gallo’, y un trozo de aguacate. Chile picante, desde luego. Simple y extraordinario. Juro que fue tan pesado como una ensalada de zanahoria.
Y las aguiluchas se iban volando….
Texto de Luis Córdova
Foto: Unsplash / César Badilla
Escrito originalmente en 2009…
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