Noche de pesto

pestoSi crees que vamos a conquistar pronto otro planeta con las nuevas tecnologías, deberías entretenerte un rato con mi licuadora último modelo. Es un aparato de la modernidad, su glamour se debate entre el vidrio y el acero. Tiene líneas propias del futurismo, y cuando la vi, con promesas de altas revoluciones, y a ese precio, pues una fuerza galáctica hizo que la comprara. Ahora bien, mucha gente compra estos aparatos para hacer jugos o cremas de verduras. Para mí, sólo tiene un uso: hacer pesto de albahaca.


Puedes imaginarte cuando la desenfundé, flamante, ya tenía listas las hojas de albahaca lavadas y secas, piñones de pinos mediterráneos que había encontrado en una tienda limeña, ajos frescos, y un estupendo aceite de oliva.

Pues bien, coloco los ingredientes en la licuadora, agarro la perilla y la giro al máximo. ¿Y qué pasa? Pues no pasa nada, las hojas de albahaca ni se inmutan, permanecen quietas, basílicamente, ni siquiera el aceite se revuelve. Las cuchillas de la licuadora, a más de 700 revoluciones, no cortan, ni asombran y mucho menos pestan.

No me agarró por sorpresa. Nunca, pero nunca, he tenido una licuadora capaz de hacer el pesto sin que fuera necesario el ingenio. Sólo una vez, y esa era prestada por alguien que hasta ese día la había usado sólo para jugos de fruta. La devolví con pesar, sabedor que la maldición me perseguiría a donde fuera. Y ahora que estoy a años y kilómetros de esos días, miro a ésta, la aerodinámica, instalada encima del mesón de una flamante cocina. La odio.

Creo que debo explicarte la teoría de este pesto. Me vino de Roma con amor, y no es que juego a las palabras bifrontes. Se usa la licuadora, porque el arte de pestar, de aplastar en un mortero, no produce la misma sustancia viscosa de un verde intenso que buscamos algunos contemporáneos, y da aún más trabajo. He tratado el pesto pestado tradicional, con buenos resultados, pero no es lo mismo. El verde resultante es muy profundo en aromas, pero no es invasivo, no tiñe todo a su paso, le falta una cierta viscosidad. Además, creo, para hacer el pesto pestando en mortero, es mejor utilizar hojas secas que de todas formas resultan menos verdes. Y ahora que lo escribo recuerdo los ramos de albahaca repartidos por encima de los estantes de una cocina en Caracas, de alguien que solamente dijo: es para hacer pesto de verdad, o algo así. Fue hace tantos años.

No voy a entrar en debates sobre la naturaleza de la verdad. Pero levanto el dedo para defender la idea de que cada receta es una persona. Dicho lo cual, me contradigo en seguida: no creo en los pestos que reemplazan los piñones mediterráneos con nueces o pecanas u otras oleaginosas que invaden la albahaca. Los pequeñísimos piñones, ‘i pinoli’, son esenciales. Escasos por nuestros lados sudamericanos, y caros. Esto quedó explicado un día en el sur de Chile cuando al borde de un río seco que tenía el único pino de esta variedad en cientos de kilómetros a la redonda, nos dedicamos a la tarea de extraer los piñoncitos de los pétalos de las piñas, con disculpas por las cacofonías y las imprecisiones botánicas.

Bueno, es toda una labor. Los dedos quedan agarrotados y pegajosos por la melaza tan impropia de las coníferas. Y cuando miras el frasquito, sólo juntaste una cantidad risible. La frustración suele ser audible. Espero que exista una máquina para eso, pero no la imagino. Ese día decidí que vale la pena invertir y comprarlos. Quienes no los encuentren en el delicatessen de la esquina, busquen en una tienda árabe.

Entonces al pesto: se lavan las hojas de albahaca o basílico, sin tallos, y luego se secan, se coloca una buena cantidad de hojas en la licuadora, incluso se llena sin apretarlas, y luego una cantidad muchísimo más pequeña de piñones, tal vez una cucharada, y aún un poco menos de ajo, al cual recomiendo retirarle la vena central para evitar malas memorias a posteriori, y algo de sal marina. Un chorro de aceite de oliva de buena calidad. Y bum, a darle vueltas a ese motor. Ahora bien, si no se mueven las hojas, hay que comenzar a ayudarlas con un palito (licuadora apagada por favor) hasta que las cuchillas comiencen a agarrarlas. Cuando empieza a gestarse un poco de crema verde, el camino suele estar allanado para colocar más hojas.

Pero esa noche, nada parecía funcionar. Faltaba que le saliera humo a la licuadora. Con un Teo que no es griego ni deico intentamos diversas variantes. A veces crees que, si las hojas no se dan cuenta y le das al motor de repente, se dejarán atrapar, pero nada. En la desesperación, pues ya estábamos a punto de colocar los linguines, tuvimos que recurrir a un truco inconfesable: le pusimos un poco de agua. Pero ni así, entonces le echamos más. Los puristas genoveses me deben estar denigrando.

Sin embargo no es mala idea. Con frecuencia, los hacedores de pesto le agregan de una vez queso, pero en esta fórmula no es así, porque el destino de esa pasta verde, fuera de la cena de la noche, son unos frasquitos que van directo al freezer, así que un pichirrín de agua ni se notaría y no afectaría la conservación. Finalmente hubo un resultado, verde como el rayo de la esperanza.

Cuando se cuelan los linguines o spaghettis, hay que reservar una taza de agua de la cocción. Sirve para ayudar a esparcir el verde cuando lo estas revolviendo con la pasta en una fuente, pero se agrega poco a poco según sea necesario, con el fin de no aguar la mezcla (hay quienes ayudan la cremosidad con una papa rallada). Habitualmente, tres cucharadas, o cuatro de pesto bastan para un paquete de pasta, pues está concentrado. El resultado debe ser equilibrado y muy verde. Un profundo sabor a albahaca, los piñones como música de fondo imprescindible pero apenas audible, el ajo justo, el aceite. Al servirlos se le puede agregar uno de esos quesos que rayan los italianos, ojalá uno original. No sé muy bien de dar proporciones, recomiendo practicar.

Bueno, hay noches y noches, y hacía mucho que no preparaba un pesto. Este quedó muy suave de ajo, le faltaba ese picantico tan especial. Pero, la salsa ya preparada no fue difícil de corregir en la licuadora, traidora. Y quedó nivelado. Ahora el freezer alberga media docena de frasquitos verdes.

La verdad, no sé qué hacer con mi licuadora nueva. He pensado mandar a sacarle filo a las cuchillas, que obviamente no sirven más que para moler pan o hielo. O en donarla a la beneficencia. Mientras tanto, trataré que el pesto de esa noche dure una buena parte de este invierno austral que, aparentemente, ya comienza.

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