Martini seco

harrysbarEsa tarde lluviosa no abrí la puerta del Harry’s Bar. Dejé que el sonido del agua corriendo como una redundancia por las calles de Venecia y el peso de una soledad inquietante llevaran mis recuerdos hacia otro momento muy distinto y anterior, a un atardecer inflamado por el sol de invierno y las olas verde grisáceas del Gran Canal cuando, al descender de un vaporetto, bebimos el mejor martini seco del mundo.

Todos los excesos son permitidos cuando hay un recuerdo poético, sospechosamente romántico. Porque quien puede saber, a ciencia cierta, donde se oculta ese mejor martini seco del mundo. Detalle que sirve como evidencia para un hecho absolutamente irreal: no importa la calidad del cóctel, sino el estado del alma de quien lo bebe. Y este misterio, es menos estúpido de lo que parece.

Así pues aquella vez entramos por esas puertas del Harry´s Bar y nos sentamos en la única mesita vacía al costado derecho. Los mozos con sus chaquetines blancos navegaban entre una multitud bastante multicultural, dispuesta a pagar precios exorbitantes por un momento de leyenda. Por nuestra parte, no teníamos demasiadas pistas de cómo habíamos ido a parar a Venecia, ni por qué había salido el sol al final de un día que había comenzado horrible. Pero allí estábamos, y súbitamente necesitábamos un trago, y nada más importaba.

Uno con gin, y otro con vodka, sin miedo a los sacrilegios y mucho menos a los guardianes de la fe etílica. Los tragos venían servidos en vaso, no en copa. Sin aceitunas (¿o las perdimos?). Ni siquiera preguntamos por las marcas de los alcoholes, lo cual suele ser mandatorio en estos casos. El resultado de la improvisación fue estupendo. Tras el primer sorbo, hubo coincidencia: el mejor de los mejores.

Quién sabe si era cierto. Cuando un par de días después lo intentamos de nuevo en el Harry´s Bar, de hecho, no salieron tan bien. Pero ya no importaba. Esa fue la segunda y última vez que abrí la puerta del lugar. El día de la foto, me quedé parado bajo la lluvia.

No tiene nada de malo. Muchos comparten la contemplación de esa puerta, aunque no tengan recuerdos, porque es uno de los bares más famosos del mundo, escondite de celebridades hollywoodenses, de dipsómanos famosos, y catapultado a la fama en una novela bastante pesada de Ernest Hemingway, aunque tiene un título maravilloso: ‘Across the River and Into the Trees’ (A traves del río y entre los árboles).

En la novela un solitario, envejecido y olvidado coronel Cantwell bebe sin parar, enamora a una joven aristócrata que lo trata como a un padre y sale de cacería. Gran parte de la trama transcurre justamente en el Harry’s Bar. Y Cantwell es muy aficionado a los martini secos de ese lugar.

Todas las reseñas sobre este bar coinciden en que su aspecto se ha mantenido inalterado desde los años 1930, cuando fue abierto por un tal Giuseppe Cipriano, quien ya tiene su nombre en el hall de la fama de los restauradores. El sitio es famoso porque inventó un trago, el Bellini, de prosecco con jugo de durazno, y porque se le atribuye la invención del carpaccio, ni más ni menos.

Los famosos martini secos son una versión del tipo ‘montgomery’, según leo en una de las innumerables reseñas en internet, es decir basados en una mezcla de 15 partes de gin y una de vermouth, pero un poco más suaves.

Este trago, que parece tan sencillo, no le sale bien a todos, mucho menos a mí. No depende exclusivamente de una fórmula: tiene que ver también con el método y con la alta calidad de los ingredientes. En general el vermouth es utilizado sólo para perfumar los hielos y el contenedor, y luego se bota. Entonces se agrega el gin, se mezcla, y se sirve bien helado. Esta, claro, es una simplificación: también las copas deben helarse, el hielo no debe derretirse, la aceituna o cebollita debe aportar la molestia justa. La perfección es casi una utopía, cuando se trata de un martini seco. Los últimos martini que han pasado cerca de mi han sido de vodka con rizo de limón.

Las leyendas sobre el martini seco abundan, las opiniones sobre el mejor gin también. Me quedo con las memorias compartidas: por ejemplo la de la autobiografía del cineasta Buñuel (me siento obligado a mencionar que es el cineasta, ya que sus películas no las dan nunca), ‘Mi último suspiro’, quien cuenta cómo bañaba los hielos en café y luego los lavaba antes de elaborar el cóctel, seguramente en busca de perfumes más complejos. O la exigencia del James Bond que todos llevamos dentro: “agitado, no revuelto” (‘shaken, not stirren’, aunque leo por ahí que el agente secreto no ha tenido una opinión uniforme).

Pero no pensaba en nada de esto esa tarde de lluvia frente al Harry’s Bar, al que se llega caminando una cincuentena de metros desde la Plaza San Marcos, por el lado opuesto al de la iglesia. Saqué la cámara y tomé la foto. Luego me encaminé a la parada del vaporetto para ir hacia la estación de trenes y más allá.

Luis Córdova

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